EL TAMPÓN Y YO

Nuestra relación

No me acuerdo de la primera vez que me puse un tampón. Lo que sí recuerdo es que no fue para nada algo traumático o difícil. Los aprendí a usar con mi mamá, y desde que empecé lo hice con los de aplicador, así que nunca me pareció muy complejo el tema de ponérmelos. Tampoco les tuve el tabú que muchas otras de mis amigas sí les tenían. Nunca cuestioné si me iban a quitar o no la virginidad, si estaba "bien visto" usarlos o si eran para personas más grandes o maduras que yo. Los tampones siempre me parecieron fáciles de usar, sin embargo, aunque mi inicio con los ellos no fuera algo traumático, o difícil, tampoco fue algo exactamente cómodo. 

De mis muchos años usando tampones recuerdo varias cosas que me hacían sentir insegura. Por ejemplo, la urgencia de tener que correr a cambiarme por el miedo de llevar más de cuatro horas con un tampón puesto. Me acuerdo también de la cantidad de veces que leí sobre el shock tóxico, convencida que algún día eso me iba a pasar a mí. Me acuerdo de la pena de pedir un tampón cuando no tenía o de lo embalada que me sentía cuando me venía inesperadamente y conseguir un tampón se sentía como una misión imposible. Me acuerdo de la angustia al salir de una piscina con uno puesto, como si fuera una carrera a contrarreloj antes de que me mi cuerpo me traicionara y la sangre empezara a filtrarse. Me acuerdo del miedo a que se saliera la tirita por el vestido de baño y me acuerdo de lo mucho que odiaba esa bendita tirita cuando se llenaba de sangre y me terminaba manchando. 

Tampoco se me olvida el olor de ese pedazo de algodón y químicos después de llevar horas dentro de mi cuerpo, o peor aún, del dolor y la incomodidad de sacármelo cuando todavía estaba demasiado seco. Me acuerdo mucho de ese proceso, el de sacar y botar un tampón, ese ritual de tener que envolverlo una y otra vez en papel higiénico y de intentar que no quedara muy a la vista dentro de la papelera. Creo que esa obligación de esconder, de no mostrar, de meterme tampones en las mangas de camisas y sacos para que nadie viera, es una de las cosas que más recuerdo. Así como esa convicción de mover las manos despacio para que el plástico que envolvía el tampón no se oyera mientras salía de clase. Recuerdo todavía, y muy profundamente, ese sentimiento de estar haciendo algo sucio, algo que tenía que susurrarse, que tenía que pasar desapercibido.

Luego, después de muchos años de entender eso como normal, de acostumbrarme, de asumir que eso era menstruar, empecé a preguntarme ¿por qué? Empecé a odiar ese instante en el que en menos de dos minutos generaba al menos 4 basuras. Entre el tampón viejo, las vueltas de papel higiénico para esconderlo, el envoltorio de plástico y el aplicador del nuevo, menstruar se convertía en infinitud de plástico. Veía las imágenes de mares y playas llenos de tampones, de aplicadores que servían durante apenas dos milisegundos para luego contaminar el planeta durante siglos. Me sentía culpable, pero a la misma vez me sentía incapaz de usar toallas, de renunciar a la libertad de un tampón, o al menos a esa libertad que es con la que nos los vendieron a todas en su momento. 

Y fue ahí donde apareció la copa. Era asustador, claro que sí, pero era liberador. Doce horas sin pensar en nada, sin acordarme siquiera que me estaba viniendo. Cero residuos, no más esconder, no más culpa, no más preguntarme en qué parte del océano acabaría ese aplicador azul perlado. Y además una firme y sólida una convicción: después de probar la copa, mis años usando tampón estaban condenados al olvido.

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